Londres fue la primera ciudad del mundo en tener metro. Le siguieron Nueva York y Budapest y con ellas se expandió por todo el mundo la necesidad de que las grandes urbes tuvieran un sistema de transporte masivo, rápido y eficaz. Este recorrido por diversas urbes del mundo, refleja cómo, en la actualidad, algunos de ellos son verdaderos palacios y museos subterráneos, atracciones turísticas o admirables ejemplos de planificación urbana y cambio social.

Un trayecto en metro en cualquier ciudad es toda una experiencia. Permite conocer a los personajes de la vida diaria y real, observar qué leen los demás, escuchar conversaciones en diversos idiomas o deleitarse con la señalética propia de cada entidad. Leyendas e historia se plasman en muchas estaciones y si el arte ha salido a la calle en varios lugares, son varias las estaciones de metro que se empeñan en resguardarlo bajo tierra.

La primera línea

Con el nombre de Metropolitan Railway, la capital británica inauguraba en 1863 el primer metro del mundo. Su locomotora funcionaba a vapor y el recorrido de tan solo seis kilómetros unía las estaciones de Paddington con la de Baker St., cruzando el Támesis por debajo de tierra. Hoy, al underground los londinenses lo llaman coloquialmente The Tube por la forma de sus túneles. Y, la extensa red que lo conforma –280 estaciones y 12 líneas distintas–, transporta diariamente a casi cuatro millones de personas.

Dicen los amantes de las innumerables leyendas urbanas que se tejen sobre Londres que el número de pasajeros que capta cada día las cámaras de seguridad a la entrada de las estaciones no suele coincidir con el número de personas que de ellas sale. El humor inglés ha hecho que de este asunto surjan las más divertidas bromas, y que achaquen el ‘misterioso’ hecho por el que ‘muchos no vuelven a ver la luz del día’ a las llamadas Ghost-Stations, más de 40 estaciones que por logística han visto cerrar su puertas desde la década de los años 30. Afirman que por sus pasillos y escaleras deambulan las almas de los ‘atrapados’.

Son varias las estaciones a las que se les achaca su fantasma propio. Tal es el caso de la de Covent Garden en cuyas vías se aparece el actor William Terriss, apuñalado a las puertas del Teatro Adelphi en 1897 y que muchos aseguran haber visto deambulando por dicha estación. Y aunque fuera un personaje literario, la gura de Sherlock Holmes, o ángel de la muerte se encuentra dibujada en las baldosas de la estación de Baker Street con su gorra y su pipa.

El londinense es uno de los metros más profundos del mundo, y en varias estaciones es incluso necesario salir a la superficie en ascensor. Las paredes laterales de las interminables escaleras eléctricas (en muchos casos aún de madera) hacen un recorrido pictográfico por los cientos de musicales que han encontrado el éxito en el West End; los carteles originales de obras como La ratonera, Evita, Stomp, El fantasma de la Ópera o Cats, entre otras, alegran el trayecto mecánico al que se somete el usuario junto con anuncios de las más representativas exposiciones artísticas que se celebran en la ciudad. La poesía ha sido llevada al público del metro gracias a la iniciativa del escritor noteamericano Chernaik, de escribirla en las paredes de The Tube.

Escenario de película

Medio millón de personas intentaron utilizar el metro de la Gran Manzana durante el primer fin de semana de su apertura en el año 1904. Como era lo usual por esta época, la mano de obra provino de inmigrantes irlandeses e italianos, así como de afroamericanos. Fueron los inversores privados quienes, motivados por el gran éxito de este sistema en Londres, impulsaron la idea de vertebrar la ciudad con una red subterránea de trenes. Nunca se pudo conseguir la profundidad lograda en la capital inglesa, por lo que el subway de Nueva York se encuentra a pocos metros bajo tierra. No es de extrañar que el cine muestre repetidamente las típicas escenas de las rejillas del metro exhalando vapores o que incluso su aire levante las faldas de una Marilyn Monroe a las órdenes de un genial Billy Wilder (The Seven Years Itch, 1955). Tan mítica escena se rodó por primera vez en la calle 52 con Lexington, y posteriormente fue grabada en un estudio. Si en Manhattan llueve en otoño con fuerza (la isla tiene que ser drenada cuatro veces al año), en el interior del metro también lo hace. Varias de sus estaciones se inundan con facilidad tras un gran aguacero; de sus túneles se dice que son el mayor nido de ratas del país –de hecho quienes se alarman al verlas son los forasteros y no los neoyorquinos–, y es con certeza uno de los pocos lugares de la ciudad donde confluyen todas las clases sociales.

Este escenario dinámico, en ocasiones ruidoso y por lo general de multitudes, ha sido repetidas veces punto obligado de locaciones cinematográficas. Se recuerda, por ejemplo, a un Travolta representando a Tony Malero, aquel joven italo-americano, empleado de una tienda de pinturas, viajando desde Brooklyn a Manhattan en Saturday Night Fever (Bradmann, 1977) o French Connection (Friedkin, 1971), donde Gene Hackman y Roy Scheneider interpretan a unos policías antinarcóticos que realizan una espectacular persecución en un metro, entonces reflejo de la peligrosidad que vivía la ciudad y en el que los grafitis, lejos de ser arte urbano, eran sinónimo de vandalismo.

La mayor galería de arte del mundo

Nos vamos a una de las capitales bálticas con más encanto: Estocolmo. La capital sueca descansa sobre un archipiélago y está compuesta por 14 islas diferentes. Su metro, excavado a una profundidad suficiente para servir de refugio antiatómico, posee en su interior la que probablemente sea la galería de arte más grande del mundo. 90 de las 110 estaciones que conforman el Tunnelbanan (tren del túnel) poseen pinturas, mosaicos, esculturas o montajes artísticos pertenecientes a diversos artistas desde los años 50 hasta la actualidad. Esta iniciativa de llevar el arte al ciudadano a las profundidades ha convertido al metro de Estocolmo en uno de los principales atractivos turísticos de todo el país.

Si queremos ir al barroco, basta con bajarnos en la estación Kungsträdgarden decorada con bustos y coumnas de esta época. Por su parte, la neurálgica T-Central es obra del finlandés Per Olaf Utvedt, que decorada con azul y blanco semeja una gruta de montaña. El techo cavernoso pintado de rojo pasión en la estación de Solna Centrum es uno de los favoritos junto con el de Rissne, en el que la artista Helga Henschen cuenta la historia de las civilizaciones a través de fotografías de aves, ores y animales.

En otros casos las exposiciones son temporales, variando a lo largo del año el contenido artístico de la estación.

Para acercarse más a este insólito mundo artístico subterráneo, lo aconsejable es tomar una de las visitas guiadas disponibles en varios idiomas.

Interior of Komsomolskaya subway station in Moscow, Russian Federation
Un palacio subterráneo

La guerra y la historia son los principales temas con los que los moscovitas han decorado las estaciones de su metro. Recorrer Moscú bajo tierra no solamente es la forma más barata de moverse por la capital rusa sino que es la más artística.

Sus 180 estaciones, además de constituir un impresionante legado arquitectónico, son auténticos museos que, tras la revolución bolchevique, llevaron al pueblo el lujo de otra época, la de los zares.

Una de sus estaciones más concurridas, la de Komsomolskaya, ha conseguido que a todo este sistema subterráneo se le considere un verdadero palacio. Mármol, mosaicos –destacan los del discurso de Stalin en el Desfile de Moscú de 1941–, esculturas y unas gigantescas arañas de cristal son testigos del ajetreo de ciudadanos que deambulan diariamente por los pasillos del metro de mayor densidad de pasajeros del mundo y el quinto en extensión de líneas.

El Art Deco soviético de los años 30 encuentra aquí un exponente digno de reconocimiento. Me refiero a la estación de Mayakovskaya, dedicada al poeta soviético georgiano Mayakóvski. Enteramente revestida en acero cromado, posee diversas columnas recubiertas en una piedra semipreciosa de tonalidades rojizas llamada rodonita, que otorga refinamiento y solemnidad. Nichos y bóvedas presentan unos coloridos mosaicos que simbolizan actividades militares de alto riesgo.

Una cirugía social

Hace menos de 30 años que el metro de Medellín realizaba su primer trayecto por la ciudad colombiana. Con el tiempo la red se ha ido ampliando y el llamado metro-cable, un sistema que comunica las barriadas más pobres de la ciudad con el centro a través de unas telecabinas aéreas, ha hecho posible la interacción de unos habitantes, en muchos casos conflictivos e hijos de la violencia, con el esfuerzo imparable de una ciudad por reinventarse a partir de un énfasis cultural y lúdico.

Varios parques, centros de arte y entretenimiento o bibliotecas y espacios culturales en los barrios marginales actúan como potencia transformadora a partir de la enseñanza. El Parque España, accesible en metro-cable, es un ejemplo de ello. La sonomía es la de tres grandes bloques negros en forma de piedra en cuyo interior se realizan encuentros culturales enfocados a la orientación social de niños y adolescentes. Desde aquí se puede continuar en metro-cable hasta la estación de Arví, todo un espacio ecoturístico donde se inculca, entre otras cosas, el respeto por la preservación botánica y faunística de la zona. Sin duda, es este un buen ejemplo de cómo el metro ha contribuido a la ‘cirugía social’ de una urbe que, hasta no hace mucho, ocupaba por su peligrosidad los titulares de cientos de medios.

Otras sorpresas

El metro de París se construyó para los Juegos Olímpicos que esta ciudad celebró en 1900. El hierro forjado es el elemento principal de sus primeras bocas, que, de estilo Art Nouveau y diseñadas por Héctor Guimard, se anuncian como Métropolitain. Sus pasillos han sido escenario para músicos como Ben Harper, Renaud o Édith Piaf. El escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) utilizó el metro de la Ciudad Luz como escenario de uno dee sus cuentos titulado Octaedro: una historia en el metro de París. Y en la estación de Abbesses se rodaron algunas escenas de la divertida película Amelie (Jean-Pierre Jeunet, 2001).

Recientemente, el metro de Santiago de Chile aparecía en un importante listado referente a esos lugares que se deben ver alguna vez en la vida. El énfasis se hacía concretamente sobre la estación Universidad, y la verdad, su visita bien merece la pena. El gran mural del artista Mario Toral repasa la historia del país suramericano haciendo hincapié en el miedo, las torturas y la represión.

Otras ciudades como Praga, Teherán, Múnich o Atenas poseen un sistema subterráneo que goza de varias estaciones enfocadas a la historia y el arte. De Singapur se afirma que es el único país del mundo que se puede recorrer en este fascinante medio de transporte.

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