Conscientes que desde siempre los ríos nos han proporcionado agua, alimentos y energía, además de transporte, nos acercamos a ocho ciudades para apreciar la manera como los cauces que las bañan marcan el ritmo de sus vidas y encarnan su perfil más fascinante.
El papel que los ríos han jugado en la historia de las ciudades asentadas sobre sus orillas no se limita a las grandes civilizaciones.
En la actualidad, muchas capitales deben a sus cauces fluviales muchos de sus encantos, atracciones y fisonomía. Si el Tigris, el Eúfrates, el Nilo o el Jordán contribuyeron al desarrollo de importantes sociedades, los protagonistas de nuestro periplo son escenarios donde la libertad, la creatividad, el amor o la música han interpretado algunos de sus mejores papeles.
Aires de libertad
Manhattan, aquella isla que reposa sobre el Hudson y que los holandeses compraron en 1620 a los aborígenes locales por el equivalente a USD 24 pagados en abalorios de cristal, nunca imaginó que siglos después se convertiría en el ombligo del mundo. Fueron las aguas de su río las que permitieron que hacia finales del siglo XIX millares de inmigrantes provenientes de toda Europa atracaran en un puerto que ofrecía la posibilidad de cumplir con el añorado sueño americano. Se calcula que por el centro de inmigración de Ellis Island pasaron algo más de 12 millones de almas que fueron revisadas, inspeccionadas, retenidas e incluso enterradas. Aquellos que superaban las pruebas de acceso a la metrópoli impuestas por esta especie de purgatorio, eran recibidos por un mítico monumento que, como surgido de las aguas, les enseñaba la ‘luz del Nuevo Mundo’: la Estatua de la Libertad. Con motivo del primer centenario de su independencia, el pueblo francés regaló a los Estados Unidos esta talla esculpida por Frédéric August Bartholdi, que simboliza la amistad entre ambos países y realza los valores de libertad, igualdad y fraternidad que tanto proclaman los galos. Los puentes de Nueva York sobre el Hudson son odas a la arquitectura moderna y conectan la ciudad con diversos puntos, incluso con otros estados. Es el caso del George Washington, que con sus 14 carriles y zonas para peatones se extiende hasta Nueva Jersey ofreciendo las mejores vistas del West Side. Muchos neoyorquinos consideran que el símbolo por excelencia de su ciudad es el Brooklyn Bridge, que une las típicas estructuras de mediana altura de Brooklyn del siglo XIX con los rascacielos de Manhattan, verdaderos emblemas del siglo XX que articulan el skyline de la Gran Manzana. Otros puentes como el Manhattan, el Williamsburg o el Verrazano –de aquí arranca la célebre maratón de NYC– hacen parte de los caminos que esta ciudad ha tejido sobre sus aguas.
Una orilla futurista
Resulta paradójico que una ciudad tan tradicional y clásica como Londres sea a la vez tan moderna, atrevida y futurista. Basta con darse un paseo por South Bank o por cualquier lugar de las riberas del Támesis, el río que divide en dos a la ciudad –y al que Julio César siempre se refirió como ‘oscuro’– para darse cuenta de que la capital británica es cada vez más moderna. Desde que la antigua central eléctrica donde se encuentra hoy la Tate Modern revolucionara, en el año 2000, el concepto arquitectónico de pinacotecas, y desde que el starchitect Sir Norman Foster comunicara esta galería con la Catedral de St. Paul a través del Millennium Bridge, esta urbe no ha descansado en su empeño de hacer de la arquitectura contemporánea un arte que recupera zonas olvidadas. La reciente torre Gherkin o la imponente estación de metro de Canary Wharf ayudan a entender por qué la Corona ha nombrado a este arquitecto ‘Caballero del Imperio Británico y Barón de la orilla del Támesis’. Pero otros dos nombres son también culpables de este cambio de fisonomía urbana de la Londinium de los romanos: Richard Rogers y Zaha Hadid. El primero, considerado el padre de la nueva arquitectura inglesa con más de 50 edificios por toda la ciudad y Hadid con sus caprichosas líneas curvas de vanguardia. La Evelyn Grace Academy o la piscina para natación y waterpolo de las últimas olimpiadas dejan de manifiesto que esta mujer de origen iraquí es mucho más que atrevida… La capital británica fue en su momento la ciudad más grande del mundo, y durante todos sus ciclos, el río ha sido siempre su espina dorsal. En 1564 Londres aprovechó los momentos en que el crudo invierno helaba el caudal del Támesis para establecer sobre el hielo las llamadas Frozen Fairs, donde puestos ambulantes, teatrillos o carreras de burros se celebraban para regocijo de los habitantes. Desde 1831, cuando el viejo London Bridge se reemplazó, el curso del río se aceleró y estos divertidos acontecimientos pasaron a mejor vida.
Fin de una historia de amor
El río que cruza Roma, la Ciudad Eterna no es solamente su alma sino también su razón de ser. La capital italiana se levantó a orillas del Tíber y ello facilitó tanto los sistemas de riego como el transporte de mercancías. Las murallas de la ciudad se construyeron a lo largo del río y son numerosos los puentes cargados de historia que cruzan sus aguas de un lado a otro.
Destaca el de piedra de Sant’Angelo construido por el emperador Adriano, o el Milvio, el más antiguo de todos. Este último se hizo famoso mundialmente tras el éxito del libro Ho voglia di te (Tengo ganas de ti), del escritor Federico Moccia. El autor describe cómo muchos enamorados sellaban su relación enganchando un candado a una de las farolas del puente para tirar luego las llaves al Tevere, como símbolo de un amor indisoluble. Recientemente y por cuestiones de estética, las autoridades romanas han retirado los candados. Enamorarse de la capital italiana no es difícil y prueba de ello son las caras de los muchos visitantes que recorren el río en barco. Un paseo que además de resultar barato se hace divertido por las expresiones de asombro (¿o de enamoramiento?) de quienes se deleitan surcando el Tíber.
Un vals que no es azul
Históricamente, las crecidas y los desbordamientos del Danubio han sido considerables y quizás por ello Viena haya vivido durante siglos de espaldas a un río que no es tan azul como nos quiso hacer creer Strauss con su famoso vals. Tras una magna obra de ingeniería, el cauce ha sido desviado y como consecuencia ha aparecido Donauinsel, una isla de 700 hectáreas que con playas artificiales se ha convertido en el lugar más apetecido por todos los vieneses. Un paraíso para la vida al aire libre y los deportes rodeado por más de un millón de árboles y donde está prohibida la circulación de cualquier vehículo a motor. Sus noches son las más animadas de la capital austriaca con un sinnúmero de restaurantes y bares. No lejos de aquí se encuentra la Hundertwasserhaus, la construcción del pintor Friedensreich Hundertwasser de 1895 que por su eclecticismo y color es uno de los edificios más fotografiados de Viena junto con la Catedral de San Esteban. Frente a la isla se extiende el Prater, uno de los parques más bellos de la ciudad y también la Millennium Tower, el doble cilindro futurista de cristal que con sus 51 pisos es uno de los edificios más altos del país.
Destellos de plata
El estuario del río de la Plata alcanza los 220 kilómetros de ancho y por él llegaron a Argentina los italianos, españoles, polacos y demás inmigrantes que contribuyeron a poblar el país y que hicieron de Buenos Aires una gran capital. El río de la Plata es tango, es tradición porteña y también expansión urbanística. La recuperación de los almacenes del viejo puerto convertidos en centro gastronómico, además de generar una nueva zona de ocio para la ciudad, trajo consigo un entramado de grandes edificios y sofisticadas viviendas. Puerto Madero es un emblema del Buenos Aires más actual conocido en todo el mundo, el que sin el río, jamás hubiera sido posible. El mítico Porteño Building, un edificio construido hace más de un siglo en ladrillo de Manchester para albergar una fábrica inglesa se ha convertido en el Hotel Faena + Universe. El establecimiento no tardó mucho enconvertirse en el lugar más cool de la ciudad gracias a la impronta de sus gestores Alan Faena y Philippe Starck. En él se imparten cursos de tango, cocina y enología y es el preferido por los viajeros más chic. Como suele ocurrir en otras ciudades, la visión que se tiene de Buenos Aires desde el agua es muy diferente a la que se contempla desde sus calles. Recorrer en un barco turístico el canal costanero del río es una agradable excursión en la que se vislumbran el puerto, el antiguo Hotel de Inmigrantes, el Yacht Club, el Club de Pescadores, la Ciudad Universitaria o el aeroparque Jorge Newbery desde otra perspectiva.
El canal de Amèlie
Hoy como ayer el Sena sigue ejerciendo un enorme poder de fascinación sobre todos los que visitan París. Ha inspirado a escritores, directores de cine, músicos y probablemente sea al río más pintado del mundo. Quien llega a la Ciudad Luz tiene la obligada necesidad de surcar su río. Aunque lo normal es remontarlo en un recorrido que acaricia las fachadas de la catedral de Notre Dame, el Louvre, la antigua estación de ferrocarril del Quai d’Orsay –reconvertida en museo–, las cúpulas del Grand Palais y de la Academia de Francia y la torre Eiffel, entre otros, nosotros proponemos otro recorrido. Este último, aunque menos conocido, es cada vez más demandado. Por el canal Saint Martin, creado en 1825 para el tráfico comercial, ahora existen dos rutas para los turistas y aunque ambas terminan en el Parque de la Villette, una inicia su recorrido en el Museo d’Orsay y la otra en el puerto de l’Arsenal. En cualquier caso, este recorrido se adentra por el canal en cuestión, probablemente la parte fluvial más íntima de la ciudad. Dos puentes giratorios y unas románticas pasarelas abovedadas, además de unas orillas en las que relucen centenarios castaños, nos confirman lo lejos que estamos de los grandes monumentos tradicionales. Por escenario tenemos un añorado remanso de tranquilidad y sencillez. Sería imposible no recordar a Amélie (la película de Jean Pierre-Jeunet, 2001), quien entregada a los placeres más sencillos de la vida acudía a este canal para tirar piedras y hacerlas saltar sobre sus aguas.
Saxofón y castañuelas
Entre Nueva Orleans y Sevilla, por extraño que parezca, las diferencias entre sí terminan por convertirse en similitudes. Si al Mississippi americano se le han compuesto innumerables blues, al andaluz Guadalquivir no dejan de echarle piropos con ritmos gitanos. Si la del sur de Louisiana tiene una marcada herencia del África negra, la del sur ibérico la tiene árabe, del norte de África. Y si el Mardi Gras, el carnaval de Nueva Orleans huele a bourbon, la Feria de Abril de Sevilla sabe a rebujitos y a fino de Jerez. En el barrio de Treme los saxos emocionan a los afroamericanos, y en Triana, las castañuelas hacen que gitanos y payos se arranquen por sevillanas y bulerías. Sin duda ambas ciudades nos muestran cómo las aguas que las bañan han influido sobre sus sociedades hasta límites insospechados y es que las llanuras del delta del Mississippi no se diferencian demasiado de las marismas del Guadalquivir.
Como un vals incesante, estos ríos fluyen con sus secretos y susurros tejiendo una sintonía líquida que envuelve a estas ocho ciudades en un romántico abrazo entre agua y tierra que, además, se antoja cargado de belleza y magnetismo.